viernes, 18 de diciembre de 2009

Esquizofrenia teórica aplicada a Parménides

Despojémonos de todo saber.

Nos encontramos ante un conjunto de letras con una forma específica: un texto, en tanto que tejido, (detexo > texo, texis, texere, texui, textum), el cual, antes de considerarlo una obra o jactarnos de certeza alguna, tendríamos que explorar con cuidado.

¿Cómo llegaron estas letras ahí? ¿Qué son? ¿De qué se trata? ¿Son de alguien? ¿Nos dice algo el título?

Estas son preguntas que habríamos de realizar y tratar de responder con cautela a la vez que cuestionar, aún con más cautela, las mismas preguntas con que nos acercamos al texto. Dar por sentado cualquier caracterización, atribución, encasillamiento, perspectiva, temática, forma, constitución, etc., favorece cierto tipo de prácticas con respecto a la literatura, sobre todo al tratarse de entregar un trabajo o decir algo, cualquier cosa, sobre un texto, pero no favorece la crítica del mismo. Dar por sentado aquello que la misma tradición, las historias de la literatura, la voz de los maestros, los nombres bajo los cuales se alberga cualquier tipo de texto, resulta prácticamente un obstáculo para la teoría.

¿Nos encontramos ante un texto literario?

Resultaría difícil, en un ánimo crítico, dar por sentado que tal texto es literatura y por lo tal pertenece a un género específico de esta institución. Ya los formalistas plantearon de un modo muy concreto cómo identificar —es decir, dar identidad— a un texto como literatura. Jakobson nos diría con la mano en la cintura, “solo hay que buscar su literaturiedad-Literaturnost” “aquello que devela un extrañamiento del lenguaje” diría Shklovsky, y ¡listo!

Pero ¿Acaso podemos decir que un texto cuyo título es “Sobre la naturaleza” en tanto que comienza con “las yeguas que me conducen…” y habla de dos caminos y una diosa, ya se trata de literatura por lo extraño que resulta esto? Es posible que sepamos que se trata de literatura, de poesía, también porque percibimos un extrañamiento en la forma en que está dispuesto, pero si el texto estuviera dispuesto de modo que su constitución hexamétrica no fuese evidente, ¿sabríamos que se trata de poesía?

Pareciera entonces que tal extrañamiento tiene que ver precisamente con el momento de la lengua en que algo resulta extraño; hasta donde sabemos, un título como tal, escrito en una forma como tal en la antigüedad, no prometía un tratado “ científico” como ahora comprendemos la cientificidad; “naturaleza” como tal, era un objeto de observación y referencia usual entre cierto grupo de escribientes. Quizá la prosa como tal no era una forma común, ni escribir acerca de la naturaleza mediante enunciados de un carácter lógico o enunciativo.

¿Pero cómo podemos saberlo?

“Ah, es fácil” diría un hermeneuta, “basta transitar el periplo de comentarios y lecturas para saber de qué se trata este texto, para saber, de qué género se trata”

Basta recurrir a la tradición. Para ello el corpus doxográfico —cuestionable siempre desde la tradición misma—, puede decirnos algo.

Ya Gadamer en El inicio de la sabiduría de la filosofía occidental, no sólo al respecto de este conjunto de letras sino también de aquellos “adjudicados” a otra figura contemporánea —aquél que burló a un poeta con un enigma piojil—, cuestionaba tanto su autenticidad como su conformación y transmisión. Tal cuestionamiento resulta pertinente —cuestión de primer orden entre hermeneutas—, en tanto el texto no ha llegado a nosotros de manera aislada; es decir, no hay un papiro directo. En este sentido este texto resulta doblemente un texto: ha sido tejido no sólo en el acto mismo de su producción, sino en el acto de su conservación.

Volvamos a la doxografía: ésta nos dice que se trata de un fragmento, y como tal, fue transmitido a través de otro texto, a través de una cita. El texto no se ha conservado en su totalidad, cuyo presupuesto corresponde al decir de la tradición asimismo. Es decir, suponemos que los antiguos lo leyeron completo, pero nosotros estamos lejos de tener tal privilegio. Esto nos sitúa ante una situación, entre muchas otras, un tanto paradójica: sólo sabemos que éste es el comienzo del texto porque así lo dijo a quién se considera como la cita más fidedigna casi diez siglos después; pues aunque otro unos siete siglos antes lo hubiese trascrito también, el fragmento ha sido fijado a partir del primero.

Ahora, pensemos en esta cuestión de la conservación. En este tipo de casos la transmisión de un texto está relacionada directamente con aquello que de él se considera. Decimos que este texto es filosofía porque quienes así se consideraban lo leyeron, copiaron y difundieron a la vez que fijaron los temas sobre los cuales versa la filosofía. Y es este circuito de lecturas y acotaciones el que nos interesa en tanto texto tejido al interior de una tradición.

No obstante, también nos interesa, por una parte, franquear los obstáculos que representa la delimitación de un texto al interior de una tradición, y, por la otra, recuperar aquello que ha sido excluido por ella. En este sentido un culturalista podría venir a nuestro rescate y plantearnos otra serie de preguntas.

Probablemente diría este culturalista, “discúlpeme caballero hermeneuta, ¿en qué condiciones de producción y para desempeñar qué función fue producido tal texto? ¿Era acaso la filosofía un ámbito productivo o una esfera de poder en el siglo VI en la Hélade? ¿No era entonces la poesía la institución a la cual se adherían quienes escribían en verso, y había ya para entonces tal institución? Le confieso que siempre me ha llamado la atención que la tradición de la poesía no haya reclamado este texto para su arca de tesoros literarios”.

“Pero es que la tradición dice que se trata de filosofía” diría el hermeneuta.

A lo cual el culturalista respondería: “Ah, claro, es que no más de dos siglos después un tipo dialogista sugirió que era políticamente correcto, republicanamente correcto, excluir a los poetas de la sociedad.”

“¿Y eso que tiene que ver?”

“Pues de algún modo usted ya respondió con su pregunta: nada. Sólo me gustaría recordarle que, precisamente, las primeras noticias que tenemos del que escribió el texto nos llegaron a través de sus diálogos”

“Pues eso están bien, en todo caso tendríamos que agradecerle haber valorado y difundido el texto, pues de otro modo no podríamos leerlo”.

“Ah, claro, eso está bien, y le agradecemos, pero no podemos olvidar que a él le convino valorar y transmitir la caracterización de la figura para que sólo se e considerara como filósofo, pues no era conveniente considerarlo poeta. Es más, si no tuviéramos el texto, y sólo supiéramos de él a través de los diálogos, poco podríamos asegurar de su carácter poético”.

Entonces el hermeneuta se retiraría molesto y correría a leer aquello que Heidegger escribió sobre poesía, quizá su parafraseo prosaico de Hölderlin.

Pero también podría llegar un estructuralista, un casi post, —llámese Barthes—, a decir que nunca entendió porqué los poetas fueron excluidos y, remitiendo a su Lección inaugural, diría que, si en el caso de un exceso de socialismo o de barbarie, debiera ser alguna disciplina expulsada, todas menos una debieran serlo y esa sería la disciplina literaria, porque todas las técnicas están presentes en el monumento literario —cosa que ya había criticado el dialogista cuando expulsa a estos poetas, precisamente porque creen saberlo todo y por ello todo lo imitan.

Ahora, esto nos enfrentaría al problema mismo de saber a qué se refiere Barthes cuando dice literatura y monumento literario. Se refiere acaso, como estructuralista casi post, a una estructura, una técnica, un depositario técnico y de significantes en el cual es posible pensarlo todo. Barthes habla aquí de lo escrito, del texto, de la estructura que ofrece la escritura para depositar en ella todo lo que se pueda, y en este sentido la considera técnica de mímesis, semiosis y mathesis, lo cual es una relación entre el contenido y forma muy distinta a la que postuló otro escribiente como Walter Benjamín en El autor como productor, texto más afín a los culturalistas que a otra suerte de corriente teórica.

De alguna manera nos diría Benjamín que no sólo se trata de aquello que se puede imitar, —un texto no tiene carácter comunista, filosófico, poético, fascista, etc., porque en él se deposite tal o cual tendencia, tal o cual intención— sino que se trata de qué relación orgánica se establece entre contenido y forma. Nos diría que en este sentido el cuestionamiento del opuesto forma y contenido señala “la amplitud del horizonte a partir del cual deben ser repensadas, teniendo en cuenta las realidades técnicas de la situación —sea la actual o la del pasado—, las nociones de forma o géneros literarios, cuando se trata de ubicar aquellas formas de expresión en las que encuentran su punto de inserción las energías literarias de nuestro tiempo”.

“El problema aquí es que no se trata de nuestro tiempo” irrumpiría Genette, estructuralista casi radical, tratando de defender a Barthes como generalizador de la ‘estructura literaria’. “pues en este caso, refiriéndonos a un texto antiguo, sería necesario reservar para la hermenéutica la tarea de revivir el sentido de un texto o las energías, puesto que, al margen de que tal texto haya tenido por génesis o causa cumplir una función en su tiempo—misma que sólo encontraríamos en la psicología del autor—, sólo tenemos ante nosotros el texto mismo; en este sentido, analizarlo mediante un determinismo temporal, una visión diacrónica, o de filiación resulta obsoleto cuando sólo podemos garantizar el análisis estilístico, al mero estudio del texto y sus relaciones internas sin afán de encasillarlo, nombrarlo, o considerarlo sólo como el significante de un significado que está lejos de poder ser comprendido por nosotros. Me parece que en este sentido considerarlo como ‘literatura, poesía, filosofía o lo que sea’ sólo nos interesa en tanto comparte su estructura con otros conjuntos de palabras que a su vez son considerados como tales. En este sentido yo apuntaría también al hecho de que en tanto tiene un proemio y está en verso épico, hexámetros, y comparte un uso del lenguaje, un dialecto, semejante al de otros como Homero o Hesíodo, podríamos considerarlo poesía en su estructura.

Entonces Benjamín lo interrumpiría “concuerdo contigo, aunque me parece un tanto contradictorio tu discurso pues aludes sin querer a la tradición aunque sólo te atengas a la estructura del texto; pero insisto, me parece preciso también tomar en cuenta que la función que desempeñaba un texto de tal índole en su tiempo no era precisamente el de dar a los eruditos con qué entretenerse ni ponernos a nosotros a discutir. En tanto que poesía su función y tendencia, inscrita en su misma forma, era la de ser escuchado y retenido por el público y en este sentido cumplir su función de crítica a la política religiosa de su tiempo.

“¿Pero cómo sabes eso?” preguntaría alarmado Genette, “¿acaso está en el texto?”

“Pues yo también, así como tú, vinculo al texto con Hesiodo, pero no sólo en términos de estructuras formales idénticas e inmanentes y categorizaciones, sino para tratar de entender su razón y función social” le diría Benjamín astutamente.

“¿Cómo, qué dices?”

“Si mira, recuerdas la Teogonía ¿no es así?”

“Claro, en ella me baso para relacionar los textos al margen de la vida de ambos o su función política”

“Pues bueno, no es difícil advertir que toda la Teogonía relata nacimientos de dioses, y génesis, y casorios, y más nacimientos”

“Claro, su mismo nombre lo dice”

“Pues no te parecería que, si nos preguntáramos por la función de este texto que tenemos aquí, advertiríamos que la crítica constante que realiza a la idea de génesis y muerte, y el hecho mismo de escribir en una forma parecida, y en este sentido podríamos pensar que el estilo es irónico y que diciendo tales cosas ejerce una crítica directa? Es bien sabido que uno de sus maestros criticaba cuestiones similares”.

“¿Pero no está hablando del camino de la doxa y la verdad?” preguntaría Genette desconcertado.

Y entonces llegaría un post-estructuralista alarmado por advertir que están a punto de trabarse en una discusión aporética al respecto de un opuesto binario:

“¿Doxa y verdad?” ¿Por qué siempre se trata de opuestos estructurales? Sé muy bien que el texto así lo presenta, pero no crees que al hablar de doxa y verdad, desde esta perspectiva occidental de la cual somos parte, establecemos una surte de jerarquía al respecto de las partes del texto?

Les explico. No me parece fortuito que esta parte y la que versa sobre ese conocido camino de la verdad sean las que mejor han sido conservadas por la tradición. Es sabido que ya desde tiempos del escritor de diálogos todo lo que tuviera que ver con doxa fue considerado como opinión, como falsedad, como copia. A esto lo he considerado como suplemento en mis escritos. Es decir, desde hace mucho se ha creído que hay una verdad, un fundamento primero, incuestionable, eterno y originario y que todo lo que no apunte hacia tal debe ser considerado como algo secundario. No sé si han leído bien el texto, pero me parece que esta diosa que habla por ahí sabía de qué hablo, (vv. 28-30) pues bien le dijo a este que llevaron las yeguas que es necesario que conozca de todo, tanto el corazón inestremecible de la verdad bien redonda como las opiniones de los mortales. ¿No les parece que esta diosa ya sabía que la verdad sólo existe en tanto que existe la doxa?

Es decir, a mi me parece que el autor está criticando el pensamiento mediante opuestos y que la unidad a la que alude es precisamente la del pensamiento. Si no, ¿para qué se hubiera molestado en escribir todo aquello del día y la noche y el éter y el fuego y haber criticado lo de los opuestos, sobre todo el de génesis y muerte?

“¿Pero cómo puedes saber qué pensaba el autor? ¿Cómo sabes qué pensaba el autor, qué le pasó de niño, cómo conocía el mundo, si eso que escribió no era parte del subconsciente de su época, o si lo que quería hacer no era más bien sanar su excesiva reflexión al respecto del mundo? “ diría entonces un psicologista.

A lo cual le diría el deconstruccionista: “mira, a mi sólo me interesan encontrar las aporías en el texto, y pues realmente no me gustaría encontrar todas las que encuentro en tu discurso”

Discernimiento del héroe: comentario de Marat-Sade con Laclau


A Alí que no pudo completar el curso…


“Marat el bueno o Marat el malo

ustedes deben elegir”


Marat Sade de Peter Weiss, adaptada a la pantalla por Peter Brooke en 1964, es myse en abime de la representación, una matruska trágica en la cual el espectador debe elegir al héroe: Sade o Marat. Sea Narrador o protagonista, escritor o personaje, portador de la locura o la razón, sea bueno o malo, natural o civilizado, el proceso de identificación determinará las “grandes proposiciones y sus contratos”. En los albores de la edad Napoleónica y la disolución de los frutos de la Revolución Francesa, en tanto que Sade propugna por el uso de la fuerza para sumergirse en la imaginación buscando el aniquilamiento individual, Marat ha empleado las armas para buscar una mejora colectiva. ¿Quién es el bueno? iluminada duda con que Sade, personaje de Weiss, cierra la puesta en escena dejando al espectador con la pregunta entre los dientes.

Abre la pantalla un proemio en el cual se anuncian espectadores y personajes de la obra montada por Sade en el hospital psiquiátrico Charenton. Según nombre y trastorno el corifeo los presenta: Marat es paranóico, Sade es Sade, Charlotte Corday es narcoléptica y melancólica, Duperret es bueno aunque maniático sexual, mientras que Coulmier, el director del hospital, es Coulmier, un aliado del gobierno post revolucionario de Bonaparte. Las fronteras de la representación en tanto que límite entre la ficción y la realidad son difíciles de concretar: la matruska abre la posibilidad de identificar los efectos de la representación y el tabulador de su propio sistema de valores. Es el efecto durante el cual el personaje puede ser el héroe.

Inicia entonces el agón diferenciador: las voces se presentan en su propio juego. No son actores profesionales pero actúan desde la locura: punto de partida hacia la diferencia en un primer momento donde el mûthos por todos conocido del asesinato de Marat nos presenta a su vez a un enfermo. La Declaración de los Derechos Humanos como apropiación de la revolución dispone el marco institucional donde Sade, director de la obra, es también un loco. Los espectadores, la familia de Coulmier y los actores del proselitismo que financia Charenton —hospital psiquiátrico donde se combate el encierro y se busca la rehabilitación a través de la terapia educativa y artística—, juegan desde el sistema sadiano a treinta cinco años de la muerte de Marat, artífice del sistema mismo como personaje histórico. Las posibles diferencias entre las cuales jugaría el efecto de la representación se muestran un tanto más claras en la pantalla, última posible muñeca de nuestra matruska representativa.

La elección por el héroe juega durante el límite como efecto discursivo. Ahí mientras se abre el eje diferenciador se hace posible la elección. El efecto se muestra como un ordenamiento de los elementos puestos en juego en el lenguaje: el significante heterogéneo se colma de significado; los significantes locura, razón, civilización, naturaleza, enfermedad, sanidad, revolucionario, burgués hacen de la mezcla de sus elementos un orden. Siempre durante el efecto, lo cual no es meramente una reintegración dialéctica en tanto que tiene que mantener viva y visible la heterogeneidad constitutiva y originaria de la cual la relación hegemónica partiera. Estamos aquí en palabras de Laclau y ante las perspectivas de una retórica que versa sobre los efectos del lenguaje. Veamos.

Éste orden que se instaura, momento en el filme en el cual se decide por el héroe, podría entenderse como un plano donde dialécticamente se han repartido en oposiciones los elementos de un sistema. No obstante, si tal orden se considera como efecto éste necesariamente es temporal, mutable en sus significantes: se recrea y aniquila en sus diferencias múltiples como efecto de la retoricidad del discurso. Ya Barthes hablaba de la retórica como un campo de observación autónoma que delimita ciertos fenómenos homogéneos, a saber, los <> del lenguaje. Sin embargo Laclau, retomando la insistencia de De Man de que todo lenguaje está regido por la materialidad del significante —por un medio retórico que disuelve la ilusión de toda referencia no mediada—, señala que en ese sentido el análisis de la literariedad sería el estudio de los efectos distorsionantes que la representación ejerce sobre toda referencia. Como diría Paul de Man, se trata de un aparato conceptual instrumental a los efectos del lenguaje.

En este sentido lo hetereogéneo no podría ser un elemento ajeno al sistema, trascendental, originario. Los significantes en tanto que personajes, entiéndanse prátontes aristotélicos, se colman y manifiestan durante el efecto a partir de una de las posibles diferencias que entre ellos constituye el lenguaje. De modo que el significado vendría a ser un efecto de una relación entre significantes. Estos que actúan son distorsionados por la representación que se hace de ellos y esa distorsión es siempre un nuevo orden, la hegemonía en otro rostro que se muestra como una de sus posibles diferencias, los medios posibles de esta representación distorsionada.

La palabra hegemonía no es fortuita, el héroe como significante existe ella, en la posibilidad de totalizar el sistema, de sobredeterminar alguna de las diferencias o identidades políticas. Laclau la considera un movimiento tropológico generalizado, lo cual está lejos de la concepción de una diferencia única, heterogénea en lo absoluto a un sistema cerrado, lo cual ciertamente instaura una oposición en la cual ésta diferencia es siempre anterior al sistema, externa, trascendental. Tampoco es fortuito el plural de Laclau en “alguna de las diferencias”: en tanto que ésta diferencia única también tiene acceso al campo de la representación, siempre cualquier diferencia es una diferencia más.

La hegemonía, en este sentido, es una relación, una función que puede ejercer cualquier elemento interior al sistema —cualquier significante—, a través de la catacresis de una diferenciación —anulación del significante literal—, de una metonimia contingente donde la diferencia se totaliza como única. Siempre durante un efecto del lenguaje, por lo cual la sutura hegemónica es necesaria y primordial, siempre posible como la desocultación de una catacresis: la puesta en escena de los elementos heterogéneos.

Aquí el héroe puede ser una diferencia más, pero puede ser Una durante el ejercicio de un poder. Sade o Marat como disyuntiva suceden durante los efectos del lenguaje, y pueden en ellos ser héroes o no. Todo depende de la instauración de los límites: una vez que una diferencia cumple su función de más allá, como una diferencia en si misma, el estereotipo de héroe por ejemplo, cobra el carácter de una exclusión, su rol como límite es restaurado y con ello la posibilidad de emergencia de un sistema completo de diferencias. Siempre durante el efecto del lenguaje donde todas las diferencias internas al sistema establecen entre sí relaciones de equivalencia en oposición al elemento excluido. Si uno es héroe, todos los hombres diferentes tendrían que mostrarse en términos de oposición.

Ahora, para Laclau toda identidad se constituye en el interior de la tensión irresoluble entre equivalencia y diferencia. La necesidad de escoger a Sade o a Marat planteada por el corifeo desde el proemio invita al proceso de identificación: éste se manifiesta como efecto del lenguaje. “Quién es el héroe” sucede en el durante el efecto. No obstante ese durante es una hegemonía parcial y contingente que funciona contextualmente. Esos contextos son residuos de un proceso de totalización, de un cierre sistemático donde el límite se perfila como tal: digamos que en algún momento lo bueno y lo malo se definen, el uno como uno y el otro como el otro, y punto. ¿Pero cuánto tiempo dura tal fijación y cómo? A veces lo suficiente como para que otro responda lo contrario.

¿Quién es el héroe cuándo? nos preguntaríamos entonces. Podría pensarse que al margen de los personajes, o como efecto de sí como significantes, la respuesta dura una risa: siempre después de conceder una ironía a un efecto del lenguaje. Esto implicaría que la ironía se logra en su recepción y no en su génesis, no obstante el héroe la emplea para localizar el reconocimiento, la identificación: si ríe somos nosotros; si no ríe son ustedes. En este sentido resulta comprensible que la retórica como episteme haya sido durante siglos la sistematización de los tropos.

La dominación de una técnica constituyente de órdenes sociales está siempre puesta en juego; la técnica entendida en los términos aristotélicos de Barthes: como institución especulativa de un poder para producir lo que puede existir o no. Sin embargo, ese poder no podría pensarse como algo anterior al uso del lenguaje y en ese sentido, el ordenamiento de los significantes como efecto reside también en la identificación del mismo y la exclusión del otro. Fijación sin templo fijo de los significantes, los actores, nuestros héroes.

Ahora, qué hace el espectador al reírse de un efecto del lenguaje, de un tropo, ¿qué sucede cuando Coulmier interrumpe la obra para censurarla? —así como Eugenio Derbez hacía vestido de portero al decir ¡“córtele mi chavo!”—. Parabasis en la cual las diferencias se develan magia de pronto, como un efecto que permite discernir las distintas representaciones. Parábasis en un sentido deManiano pero sin implicaciones infinitas. Quien se ría y lo identifique, entiende durante el efecto que hay varios planos en juego.

El espectador tiene una tarea: responder a los efectos del leguaje. En Marat Sade, se escucha la risa de alguno de los espectadores tras rejas: éste ha logrado identificar las diferencias instauradas en el discurso, se percata de los distintos planos de la representación porque es partícipe de ellos. Como espectador es herencia del muthos representado y presencia en el mundo de la representación; para nosotros es representación de tal presencia, y como diferencias, estamos también sujetos a ser una representación más. Si reímos al reír un personaje alineamos los significantes análogamente, si no reímos por ofensa también: pero si escapa de largo la ironía, si tal efecto no se logra cabal, la fijación de la relación hegemónica queda en entre dicho. No habría tal como una sola diferencia que marque la pauta: las distintas diferencias permanecen latentes y visibles, abriendo la duda reiteradamente, la pregunta por el héroe que incluso Sade deja abierta al final de la obra.

¿Quién es el héroe cuándo? Sigue en pie nuestra pregunta. En la conmiseración, en la risa, en la seriedad, en la incomodidad, en la fe, en la subversión, en el miedo, en el asco, en la admiración, efectos todos del lenguaje, el héroe como significante busca establecer su relación hegemónica. El discurso ejercido por los distintos actores y personajes, en una complicidad y pugna discursiva, produce las pautas de la identificación, de la identidad como exclusión necesario. ¿Quién es el bueno, quién el malo? ¿Dónde está la hamartía de cada posible héroe? ¿Dónde el efecto trágico donde al final el error del héroe se muestra en sí mismo como único?

La pregunta vendría a ser más bien ¿cuándo?

Siempre durante un efecto del lenguaje.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Parábasis de la alegoría en el pasillo de la FFyL


Se prohíbe vender libros.



Esto no es una ironía. Se trata de algo serio. Aquí no figura la interrupción ad infinitum de ilusión narrativa alguna. No hay tal como la alegoría de suerte alguna de tropo, no hay un sentido figurado y uno propio que se comprometan el uno al otro a través de una circulación de propiedades; no hay una bufonería trascendental. Hay una oración que inhibe a la vista, públicamente, el intercambio entre dos sistemas simbólicos: las letras como literatura y el dinero como valor. Y es por ello que este ejemplo no puede servirnos para realizar una conceptualización, al menos no en términos trascendentales. Y esto no es una imitación de Magritte: es un silogismo truncado, algo ‘puesto-en-la-mente’, como lo nominó el estagirita.

Decir que se trata de un entimema es, por una parte, “estabilizar” la frase, el deseo de entender su campo semántico de acción; por la otra, es abrir camino a una voz, una voz que puede o no identificarse con dichas palabras, y puede o bien considerarlas una orden o bien una afrenta. Puede ser la voz de una alazôn o un eirôn, un desdoblamiento del antagonista o del protagonista, del malo o el bueno, de un intruso o un invitado; y quizá, nunca ambos a la vez. Sigilosa, hilarante, soberbia, dominante y dominada: hay una voz que habla desde su territorio y se difiere de la alteridad en la institución de una narrativa común.

Estamos en el terreno donde es posible una ironía: un terreno temporal, histórico, cuya narratividad se sostiene, retiene y despliega como una atarraya que al ser arrojada muestra su totalidad, antes plisada. Un tejido, un constructo histórico, cuyas estructuras se develan y transforman una vez que una nueva materialidad, el objeto de una atribución semántica —hecho, relación, cosa, persona, idea, recuerdo, caetera—, toma su espacio, esperado o no por la estructura misma, y deja una huella en ella, como una suerte de metafísica de la presencia pero histórica y lingüística. Esta huella cobra, sea por apropiación, exclusión —sea que un pez gordo haya resultado incómodo, sea que un pez pequeño no haya encontrado asilo a través de la tosquedad del entramado—, se trate de un sistema lingüístico como el español o el inglés, una suerte de ontología topológica que puede resultar una metáfora, en tanto que sustitución o metonimia en tanto que contigüidad. Digamos que una trucha ocupa ahora el lugar de un bacalao, suponiendo que su dimensión es semejante, o que cobra cierta localización referencial en la red dependiendo si está entre otras diez truchas o veinte bacalaos.

Ahora, pensemos también que el terreno de la narratividad no es idéntico a sí mismo, y se sostiene, retiene y despliega dependiendo también de sus propias condiciones. Esta misma atarraya se va moldeando según el uso, su función: una atarraya que se va a usar por primera vez, que está seca o mojada, que fue fabricada para truchas y se va a usar para obtener camarones, o viceversa, que lanza un niño o un adulto, resultará ella misma y a la vez otra. La alteridad le es propia en su estructura: de ese modo puede también albergar lo mismo y lo otro. Este es el terreno de la ironía, su enunciación como un conjunto de condiciones de producción de un mensaje.

Ahora, supongamos que justo después de inaugurar dicha operación sintagmática hubiera “interrumpido” con una incidental como la siguiente: —narrativa de la interacción de los tropos de la n.d.l.i.d.tropos, alegoría de la alegoría, myse en abime del tropo, por tanto irónico, —lo cual a su vez es metafórico, y esto a su vez una interrupción de la narrativa de la interacción de los tropos y la acción, por tanto irónico—, y así ad infinitum, como una matrioska —ilusión tropológica— como pretendió el romanticismo. Es decir, la narración entendida como atarraya vendría a ser una alegoría: deslizamiento de la referencia. Interrumpir la ilusión de este deslizamiento con “alegoría de la alegoría”, vendría a ser una parábasis de la alegoría de los tropos. A esta interrupción, Paul de Man le adjudica permanencia.

Esta permanencia habrá de tener su razón y consistencia. Algo en tal narrativa, en tal alegoría de la interacción de los tropos, permite esta parábasis, bastante orgánica por lo demás —esta narrativa de la interacción de los tropos y la acción la interpreto no como el contar de la interacción sino como la interacción misma de propiedades: juicios analíticos, sintéticos y téticos al respecto de ese yo que postulándose propone a su no-yo, posibilidad dialéctica del juicio—. Ahora, al respecto de esta interrupción permanente hay un cinismo lingüístico, un advertir mediante la palabra misma que el lenguaje hace tal o cual cosa. Es una suerte de metalenguaje tropológico y formal que podría relacionarse con aquello que cita de Benjamín de que “la ironización de la forma consiste en una destrucción deliberada de la forma”.

No obstante, sería anti-irónico olvidar —no realizar esta interrupción de su narrativa, una ironización de su forma—, que Fitche, Shlegel y compañía creían en dios: metonimia causal por lo demás permanente y atractiva. En este sentido sus consideraciones: el yo como existencia previa, la bufonería trascendental, el acto (yo) postulador, el no-yo, y el juicio como posterior, son a su vez una alegoría. Es decir, un fundamento previo, originario, trascendente, una metafísica de la presencia, permite deducir sus consideraciones como alegóricas y la dialéctica de Fitche como tal. Me parece que es por ello que Paul de Man habla de alegoría y no de otra cosa. En tanto que un fundamento permita sostener lo propio —al menos como origen de una sucesión interminable de metáforas— la alegoría permanece como posibilidad, ad infinitum, el otro terreno de la ironía es esta posibilidad, alazonería en este ensayo por cierto.

Al hablar de la narrativa instituida como una atarraya, de condiciones discursivas, y de estas como el terreno de la ironía ciertamente me confieso a favor de la estabilidad de la ironía y no de la ironía romántica como negatividad absoluta e infinita, tendiente a dislocar el sentido de lo real. La ubicación de esta como simulatio o dissimulatio al respecto de un sistema lingüístico social e histórico y no trascendental, nos permite, por una parte, actualizar las figuras del alazôn o del eirôn en “el orden del discurso” y por la otra, reconocer los procesos de identificación (positiva o negativa) mediante los cuales se organiza la narrativa instituida. Por ejemplo, el no-yo, en este sentido, puede entenderse como un tú enunciatario o un coenunciador cuya alteridad no es su fundamento ontológico, sino una performatividad cuyo carácter reposa en los modos históricos de la comunicación entre las personas. En este sentido cabe recordar que en términos “morales” “sociales” ya Teofrasto en su Caracteres daba una definición escueta, casi imposible —al respecto de la ironía lo recata una incidental: por tomar algún tipo, definición sinecdóquica—, y caracterizaba entonces al hablante eirôn o alazôn mediante la reproducción de frases que diría cada uno.

Como ya me mencionaba unas líneas atrás, al tratar el epígrafe de este texto como un entimema, se abría camino a una voz. Esta voz histórica, temporal, literaria o no, sujeto de la enunciación o del enunciado, se reconoce —se identifica con algo más, ella misma y el otro—, en una condición de enunciación específica. Una frase puede o no considerarse una ironía. Lo cual no implica necesariamente estabilizar o desestabilizar el sentido: como ironía o no el sentido siempre es estable si se le aprecia contextualmente. En el caso del epígrafe, según como se “complete” el silogismo, según el carácter de la premisa oculta, sabremos quien habla ahí. ‘Está prohibido que se venda sin pagar impuestos en el pasillo de la facultad’ y ‘los que venden en el pasillo no pagan impuestos’ por lo tanto: se prohíbe vender libros. Silogismo políticamente correcto o incorrecto dependiendo de la voz que lo enuncia. En este sentido, como figura de un retórica oral, la ironía radica en el sujeto y el público. El vendedor puede hacer uso de este entimema puesto que hay una comunidad que lo leerá como ironía y no como mandato, a la vez que habrá quien piense que los es. No obstante es de imaginar que si la autoridad hubiese pronunciado tales palabras, hubiera expuesto, o se le hubiera exigido, el silogismos completo.

Es en este sentido que la ironía se inscribe en el terreno de la narratividad instituida y sucede, para emplear las palabras de De Man como una suerte de anamórfosis que no sólo depende del sitio, del topos, sino del sistema de relaciones que constituyen ese orden del discurso. Esta ironía trazada en el pasillo de la facultad de filosofía es en efecto una parábasis de un procedimiento lógico, del silogismo completo, pero es así mismo el discurso de una contigüidad estructural del lenguaje asociativo. La ironía integra, excluye, identifica, logra la diferencia; la ironía es (juicio tético) —no-es un concepto en términos trascendentales—, tanto en que la descifra como en el que la hace.

Mi lenguaje no es trascendental.