domingo, 23 de noviembre de 2008

Boceto de ideas


Diónisos: A los mortales no iniciados
en los misterios báquicos,
prohibido les está saberlo
Eurípides, Las Bacantes, 472

Diónisos: Quien dice cosas sabias a
un ignorante pasa por insensato
Eurípides, Las Bacantes, 480



¿Quién merece saber? ¿Quién merece ser sabio? Ya decía Heráclito que “a todos los hombres les está concedido conocerse a sí mismos y ser sabios” (116, DK). Y sin embargo pareciera que sólo a algunos les está concedido saber y emprender el camino hacia la sabiduría; que una vez reconocidos los “primeros sabios” de la tradición occidental se inauguró una cofradía de la sabiduría, cuya misión es preservar el saber y divulgarlo celosamente. Una cofradía que se reconoce a sí misma como custodia de un tesoro dado por la divinidad y que pretende su tarea como la única vía para garantizar la armonía de la racionalidad con el devenir. Giorgio Colli, en La sabiduría de los griegos, se remonta a las fuentes originarias para investigar qué había antes de esa expresión del pensamiento que hemos dado en llamar sabiduría. Las fuentes le han llevado, así como él las ha llevado, hacía la divinidad de Diónisos, los misterios de Eleusis, el carácter oracular de Apolo, Orfeo, Museo, los hiperbóreos, el enigma: acaso para legitimar la historia de la sabiduría a la que él mismo pertenece.

Colli afirma que en Grecia, un dios nacía de una contemplación entusiasta de la vida, de un fragmento de vida que se pretende inmovilizar, de un conocimiento. En la contemplación de aquello que da vida a Dionisio el hombre no logra despojarse de si; al crearlo el hombre se ha sentido arrastrado a expresarse a sí mismo: el nacimiento de Dionisio provoca la pretensión de situarse dentro del todo de la vida en su conjunto. Podría hablarse de un dios antropocéntrico que conoce la naturaleza humana, su vaivén, su mortalidad y contradicción. El hombre mortal, ha resuelto merecer una divinidad que le sea espejo, que no pretenda concebirse hechura culminada sino un ser hacía la hechura, que se hace continuamente dentro de un todo del cual no puede desprenderse, un todo que le incluye. Cabe preguntar entonces, ¿qué clase de hombre crea a una divinidad como la de Dionisio? ¿Acaso la crea el sabio? ¿Acaso la crea el hombre que, al percibir su potencia y voluntad de conocer lo profundo y al descubrir que no tiene los medios para expresarla, otorga al ámbito divino la causa de esa posibilidad cognitiva?

Se puede suponer que, ante una epopteia primera, previa a Dionisio y Orfeo, y a la instauración de los misterios y del oráculo, el hombre quiso perpetuar esa experiencia, esa convivencia con el todo. Sin importar que los medios fueran hechura de la divinidad misma, revelación de ellos para los hombres, o hechura humana, se encontraron las formas para repetir la “revelación”, se ordenar los pasos que llevan a tal liberación cognitiva: se estableció un dios, un rito que le acompaña, se delimitó la experiencia de conocimiento. Mas no sólo la fijaron los modos del acontecimiento, sino el medio a través del cual se recordaría lo vivido: el hombre al percatarse de que la palabra humana no era el medio adecuado eligió, por una parte, el árreton (lo no dicho, el misterio); y por otra, tuvo la necesidad de crear una divinidad y un sitio que sirviera de intermediario, un dios cuya palabra pudiera ser escuchada por los hombres (Apolo y los sacerdotes del oráculo). Como el Adán o el Moisés de una tradición judeocristiana, el hombre griego, “el sabio” designa a un tipo de hombre que puede escuchar la verdad divina y comunicarla al hombre mortal. ¿Más quiénes eran estos hombres? ¿Quién les confirió el atributo de sabios?

Al parecer, en una primera etapa, el rito era de carácter exotérico, incluyente, cuyo receptor era la generalidad del hombre. Es probable que conforme cobró fama y seguidores la tradición, este tipo de religiones y creencias se fueron volviendo esotéricas. Debieron institucionalizar el rito para preservar sus funciones y efectos, generar un mitología específica, preservar su carácter originario. Pues acaso no sucede que, tras divulgarse una verdad, esta se desvirtúa al pasar de boca en boca, de región a región? ¿Acaso no cambian los ritos, suceden las advocaciones, nacen santos y dioses por doquier, para ajustar una tradición a las propias costumbres? Cabe preguntarse ahora, ¿quiénes tomaron como suyo el rito Dionisiaco, quiénes el oráculo, quiénes los misterios de Eleusis? ¿Quién custodiaba los lugares en que se llevaban a cabo los rituales, quién recibía los tributos, a través de quién hablaba el oráculo, quién elegía a los sabios?
Responder a estas preguntas es de suma importancia ya que, a más de un siglo de los postulados de un Colli, un Rhode, un Nietzsche, la tesis de que el origen de la sabiduría presocrática y la filosofía griega está en sus religiones mistéricas, es cada vez más aceptada. Este es sin duda un terreno peligroso y que debe tratarse con pinzas, pues a diferencia de los demás dioses del panteón griego cuya institucionalización correspondió a intereses de control estatal, demográfico y económico, las experiencias relacionadas con la epopteia, las orgías, el éxtasis, corresponden al plano de lo cognitivo, de la verdad: a partir de ellas, y la tradición judeocristiana, se establece el canon sobre el origen de la verdad, generalmente divina e inaccesible para los medios lingüísticos y epistemológicos del hombre.

Así mismo, a través de un oráculo, de Apolo, de un Orfeo, se fijaron las vías de la poesía: el éxtasis, la epopteia, se han convertido en paradigmas poéticos. El sabio, o el que aspira a serlo, sabe de antemano que tal vía es la más común, y lleva a cabo su poesía, su poética, a través de modelos antiquísimos. ¿Acaso no fue propio de los románticos evocar la inspiración divina, como un Hesíodo con las Musas, como el maniático griego? En pleno comienzo de milenio, habría que preguntarnos que tan libres somos de una tradición occidental que, desde sus orígenes, fijó los caminos para llegar a la poesía y la sabiduría y las formas de expresarlas. Acaso pudiéramos sentirnos libres por la serie de vanguardias del siglo XX, las nuevas intuiciones de sabios y poetas, pero, ¿acaso no, éstas mismas, estuvieron determinadas por la tradición que las precede? ¿Qué podemos esperar de las artes, de la ciencia, cuando los prototipos de sabio y de poeta continúan imitando a una tradición tan añeja, fijada por un tipo de hombre, cuyo modo de vida sea quizá, inadaptable, ineficaz e innecesario para nuestro tiempo? Tomar conciencia de ello puede ser, al menos, un primer paso.

Se dice que se deja engañar los hombres en relación con el conocimiento de las cosas manifiestas, de manera parecida a Homero, que entre los griegos fue el más sabio de todos. A aquél, pues, unos niños que mataban piojos le engañaron al decirle: a cuantos vimos y tomamos, a éstos dejamos; en cambio, a cuantos ni vimos ni tomamos, a éstos los llevamos con nosotros. (Heráclito, B 56 DK)


jueves, 6 de noviembre de 2008

Pomponi Melae Chorographia


impeditum opus et
facundiae minime capax…



Ya Pomponio Mela, geógrafo del siglo I nacido en Iulia Traducta en Hispania y de cuya vida poco se sabe, advertía en la introducción de su Chorographia que orbis situm dicere, decirlo así sin más que palabras, era un obra necesitada de esfuerzo y capaz en lo mínimo de facundia. No es gratuita tal alusión a la elocuencia: este decir el mundo es un representar, y como tal, poco haría si su técnica literaria no fuera, a su vez, un decir algo más, sino hubiera una referencia sobre la cual juzgar su elocuencia. Es decir, más allá de la técnica retórica, el referente al cual describe, el orbis situm sea un mapa previo en el imaginario del autor o en algún soporte plástico, determina la elocuencia de la Chorographia. En este sentido la estrategia discursiva, regida sin duda por el ánimo mimético que constituyó la literatura de la antigüedad, debía darse en términos de referencialidad de una imagen previa, y el resultado como la mímesis de un trazo, la mímesis de una imagen del orbe.

Bajo esta premisa, el escrito está dado a modo de descripción en tanto deriva de una inscripción, de un resultado plástico ubicado no sólo en la realidad como tal sino en algún soporte. Esta inscripción bien pudo haber sido un mapa: sino el que se desprende del texto de Pomponio Mela, al menos uno conocido por el autor y que respondiera a la pregunta de cómo se se representa la tierra. No está de más pensar, por ejemplo, en el mapa comentado que el general Marco Vipsanio Agripa erigió por instrucciones de Augusto, finalizado en el 12a.C. y colocado en la pared de un pórtico en su honor en el Campo de Marte. Éste mapa, el primer orbis terrarum romano fue reproducido y enviado a las grandes ciudades del imperio para dar conocimiento del imperio de Augusto. Al respecto, no sobra imaginar que Pomponio Mela lo conocía o contaba asimismo con una reproducción de la obra y que de alguna manera fue una referencia para De Chorographia. De igual modo, que conocía De Architectura de Vituvrio y quizá, algunos dibujos del autor. No obstante las obras mencionadas respondían a un encargo imperial y su finalidad era legitimar el poder del emperador, Augusto y Cesar respectivamente, mientras que De Chorographia no, lo cual se deduce de una falta de dedicatoria y de su manifiesta distancia con respecto al carácter divino expreso en las obras de Agrippa y Vitruvio.

En este sentido bien podemos suponer que la obra de Pomponio Mela, reconocida por Plinio el Viejo, quien asimismo critica la falta de exactitud de la obra de Agrippa, se contrapone a las mencionadas. Por una parte reproduce una imagen del orbe que poco procura situar a Roma como el axis mundi, lo cual probablemente se desprende de su origen Hispano; por otra parte, su laicidad la sitúa como la primera geografía cuyo objetivo es la cientificidad, por así decirlo, y no detentación el poder del orbe. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de que Pomponio Mela haya tenido en mente la representación pétrea de Agrippa, o tomado en cuenta el vocabulario de Vitruvio, sobre todo en el libro VIII de De Architectura en el cual se refieren las cuestiones relativas a las aguas, lo cual nos remite nuevamente a la cuestión de la referencialidad y la inscripción mencionada líneas atrás.

Como exponía, De Chorographía debía darse como la mímesis de un trazo, de una inscripción que no necesariamente debía ser plástica. Ésta bien podría estar en el imaginario del autor, lo cual no demerita el carácter representativo de la obra en tanto la técnica descriptiva para llevar a la grafía una imagen fija del orbe sería prácticamente la misma. La descripción de un objeto fijo precisa de ciertos elementos discursivos presentes en el texto: la exposición de rasgos característicos del objeto; el empleo de verbos que remitan a acciones puramente discursivas: cualidades, modos de ser de las cosas, modos de verse; y sobre todo, la elisión del tiempo, una presentación sincrónica, lejana de lo que pudiera ser una geografía histórica. De modo que la presencia plástica del objeto, una fijación, ya sea como objeto (la tierra en sí o un mapa) ya sea como imaginario (un, ut ita dicam, mapa en la mente del autor), es la que permite avanzar en la descripción rítmicamente a modo de trazo. En este sentido, ya se considere como topografía (loci descriptio), ya como topofesía en tanto los lugares descritos son propios del imaginario romano, o como ekfrasis o enargês en su cualidad de vivificación y animación de lo descrito, en particular del agua, el elemento que permite se ajusten estas figuras al texto es la concepción plástica de la que parte el autor para realizar su descripción.

Al menos en el primer libro, el autor describe un mapa presentando una versión bidimensional de la tierra, sin accidentes geográficos, sin corrientes marítimas, sin bosques, construcciones, sin profundidad. De este modo la descripción está dada como la mimesis de un trazo: conforme se avanza en la lectura, los deícticos, el seguimiento de los litorales y las fronteras continentales, los saltos y regresiones entre las locaciones descritas, remiten a líneas y curvas, una imagen plana prefabricada, pre-hecha imagen, pre-trazada. El narrador se presenta omnipresente, como si tuviera ya un mapa a la mano al cual ir describiendo o como si sentado en una nube, fuera señalando con su dedo las formas terrestres escribiéndolas tal cual las ve. En buena medida, la concepción, o la necesidad técnica de una tierra plana para su representación, así lo permite. Al margen de lo que pudiera haber sabido Pomponio sobre las teorías griegas, en el texto no hay indicios de una concepción esférica de la tierra; al menos que quiera considerarse el “uno ambitu se cunctaque amplectitur” (I, 3) como tal.

No obstante, bajo el entendido de que la técnica se da como un movimiento de objetivación, de creación del objeto, no está de más que la representación escrita de una inscripción, de una imagen de la tierra, precisa la bidimensionalidad, su carácter de trazo. Es inevitable pensar por ejemplo, que la concepción de una tierra esférica, y por lo tanto del imaginario al respecto de ella, está dado por una posibilidad técnica. Que hoy en día podamos estar ciertos de una esfericidad se debe en buena parte a la tecnología. De este modo, la representación plana de la tierra en Pomponio Mela está dada así mismo por el referente del cual parte: una inscripción, un plano así mismo plano, un mapa.

Ahora, esta técnica descriptiva, por su novedad en la lengua latina, requería de una estrategia progresiva de descripción, a la par de un vocabulario, un estilo, que a su vez constituyeran la técnica descriptiva y el objeto creado, la tierra que ya no es la tierra como tal sino su representación. Ésta la dará del modo “quo facilius sciri possit atque accipi, paulo altius summa repetetur” (I, 2). La estrategia progresiva de descripción está establecida por el autor desde las primeras líneas. Antes que otra cosa se propone expresar la idea de este todo y sus partes maximae, es decir, una primera delimitación gráfica de cómo puede representarse la tierra “Ac primo quidem quae sit forma totius, quae maximae partes, quo singulae modo sint atque habitentur expediam”(I, 2). Hecha tal descripción, para los tres continentes conocidos sigue programa de exposición establecido previamente: “deinde rursus oras omnium et litora ut intra extraque sunt, atque ut ea subit ac circumluit pelagus, additis quae in natura regionum incolarumque memoranda sunt” (I, 2).

Así, en De Chorographia está dada por un movimiento de lo general a lo particular: antes que otra cosa establece un orden de representación; posterior a la afirmación, no representable, de que aquello a lo que damos nombre de tierra y cielo es uno. Son las partes maximae las que ofrecen un primer esquema gráfico: por un lado los cuatro puntos cardinales oriens, occidens, septentrio, meridies; por el otro una parte elevada rodeada por el mar divida en latitud por dos hemisferios y en longitud por cinco zonas, de las cuales dos son habitables, y que, más larga que ancha, recibe cuatro mares “unum a septentrione, a meridie duo, quartum ab occasu” (I, 5).

Si bien estas primeras líneas pretenden una delimitación, ya que la tierra está ceñida por el agua, y aun cruzando el estrecho de Gibraltar, o al extremo, por las costas orientales de Asia, prefiguran los océanos, no hay un concepción finita o precisa del todo que es el orbe. La delimitación que ofrece es de la tierra que termina al norte y al sur en sus zonas extremas, inhabitables por el frío tanto en la actual Siberia como en la tierra imaginaria de los antichtones (I, 4). El límite de los mares no figura en el texto. No obstante la omisión de tal límite figura como un límite en sí; de alguna manera, al recrear la imagen del mapa del autor las indeterminaciones, ya en el papel a modo de espacios en blanco, se establecen como el límite del objeto. Es decir, los límites propuestos son sólo aquellos de la referencia plana del autor, del mapa imaginario o inscrito.

Dada esta primera delimitación exclusiva de la tierra, se dispone a formarla, a dar su forma precisa. Para una tierra ambitur omnis océano, el primer paso es fijar un elemento que permita, sobre todo para Europa, representar la imagen de la costa y ofrecer un primer bosquejo de cómo es aquello de lo que se habla. Para tal empresa, y aquí la razón por la cual podría hablarse de una ekfrasis o enargês, elige y vivifica un elemento preponderante: el agua; no sólo para vivificar el texto a favor de la elocuencia, sino también para servirse de aquello que en la realidad es de por sí un trazo. Creando líneas y curvas, el agua, proveniente del mar Atlántico, abre, entra, ensancha, extiende, dispersa la tierra desde el estrecho hasta el Helesponto para volver a abrir y cerrar y formar el Ponto Euxino y la laguna Maeotis. Esta descripción (I, 6-7) responde al trazo del Mar Mediterráneo, Mare Nostrum.

Este movimiento descriptivo de un agua que entra establece un eje horizontal, fijo de occidente a oriente, servirá como punto referencial de latitud y permitirá al autor volver cuando sea necesario. Así mismo, la introducción seguida del Nilo y el Tanais, como una suerte de línea recta a mitad de la totalidad del mapa, establecerá la referencia de longitud. Por así decirlo, Pomponio Mela establece su punto cero justo ahí donde el Mare Nostrum y los ríos se entrecruzan, en una suerte de plano cartesiano. Al respecto no está demás pensar que tal representación remite al Cardus Maximus y al Decumanus Maximus del mapa de Agripa. Éstos ejes, cardus como una línea en torno a la cual gira el sol de norte a sur, y decumanus como la línea de doce horas de este a oeste entre la salida y puesta del sol, tenía en el mapa de Agripa un carácter más bien cosmogónico y religioso.

En este sentido se pueden deducir dos cosas: o bien Pomponio Mela tomó como referencia este mapa apartando todo carácter religioso; o bien la técnica de la representación del orbe requiere el establecimiento de dos ejes y un punto cero a modo de plano cartesiano. De cualquier modo al fijar estos “ejes” Pomponio Mela gana movilidad: con tales referencias generales, que poco a poco irá delineando, puede avanzar y regresar de norte a sur, de oriente a occidente sin problemas, así como fijar distancias y establecer ciertas proporciones; Europa del Atlántico al Tanais, África del trecho hasta el Nilo, Asia del Tanais al Eos, y así sucesivamente de lo general a lo particular.

Ahora, una vez descritos estos ejes por los que “in tres partes universa dividitur”(I, 8) son delineados mediante un lenguaje que traza mediante líneas y curvas puntos referenciales y nombra océanos y mares, ríos y lagunas, penínsulas y bahías, se dispone a ubicar y delimitar el trazo externo de los continentes. Primero su ubicación, la cual es sencillo describir una vez establecidos los puntos “quod terrarum iacet a freto ad ea flumina ab altero latere Africam vocamus, ab altero Europen: ad Nilum Africam, ad Tanain Europen. Vltra quicquid est, Asia est”. En este sentido, las tres partes en que está divida la tierra, que prácticamente se reducen a los continentes, figuran ya como otros hemisferios: para la representación del mapa del autor los dos en que se había dividido la tierra en la tradición anterior son ya obsoletos.

Dicho lo cual, cabe mencionar al respecto de las dimensiones de estos nuevos hemisferios de que, si bien el autor establece una proporción, el texto no permitiría establecer un mapa a escala. Alguna idea puede hacerse a partir de las únicas referencias de medida del primer libro da para los estrechos de Gibraltar y del Helesponto respectivamente “nec amplius decem milibus passuum[…]ut minus mille passibus pateat” (I,6). Para el resto de las descripciones se apela a una dimensionalidad de la tierra en términos de adverbios y adjetivos espaciales vaste, minime, ingenti,brevior, lo cual refiere exclusivamente a una proporción. En este sentido poco puede decirse del conocimiento de las técnicas de medición griegas por parte de Pomponio Mela.

Para la delimitación de los continentes, cuyo interés conjuga tanto lo geográfico como lo política en tanto se propone explicitar de manera minuciosa los límites entre Asia y Europa y ésta y África, los recursos son los mismos. Los litorales fungen en el texto como el trazo externo de los continentes. De este modo el autor regresa a los trazos previamente delineados para recorrerlos, reiterar las formas y explicitar los nombres de los elementos acuáticos, y asimismo especificar la forma de los litorales que no están dados por el Mediterráneo, el Nilo y el Tanais. Así, para cada continente, Asia, Europa y África, una vez que ha delimitado el cascarón gráfico de cada uno, se dispone a recorrer nuevamente el trayecto expuesto, el trazo delineado, y nombrar los pueblos que en tales zonas habitan a modo de regiones, el tercer paso de su programa de exposición.

Así tanto para la fijación de las fronteras como para el nombramiento de las regiones, el autor se sirve de estrategias discursivas de referencialidad. El uso de los deícticos, preposiciones y construcciones adverbiales para ubicar illic, huic, deinde, supra, sub, ab latero, ex eo, ubi, ibi permiten localizar de manera general los distintos elementos naturales y los pueblos que habitan las regiones una vez que se han establecido las referencias. Pero no sólo las partículas figuran como deícticos, como elementos anafóricos, sino que las oraciones que en las cuales regresa a determinados puntos para precisar, están construidas también a modo de anáforas. El autor, mediante fórmulas referenciales puede terminar de precisar la frontera de los continentes en el sur y con un prima, un in ea primos, o un in ea parte quae Libyco adiacet proxima Nilo, regresar al punto norte que ha fijado primeramente y comenzar a nombrar las regiones.

De este modo el texto esta dado a modo de una analepsis, una retrospección gráfica que en particular, dada la sincronía del texto, no altera la cronología. Una analepsis, que al contrario, instaura el orden y la forma de la representación. La regresión constante del autor a través de las costas y fronteras marca y remarca los trazos de su mapa, imprimiendo en el lector las formas de los lugares del orbe. Asimismo, esta analepsis no sólo consta de referencias intradiegéticas que remiten a lo dicho en el texto, sino extradiegéticas en tanto remiten a una tradición previa, a un marco referencial geográfico de su época. Por ejemplo los puntos cardinales, la mención de los antichtones, así como los constantes verbos en primera persona de plural que remiten a la voz del autor y la tradición en la cual se inserta. Incluso, si se aceptara la idea de un mapa previo, sea el de Agripa, el de alguna tradición helena o el imaginario, podría decirse que el texto entero está dado como una analepsis de carácter extradiegético, una ékfrasis en toda su expresión, la mímesis de un trazo, instaurada quizá, por el mismo Pomponio Mela. Una técnica mimética que, mediante cierta dramatización y sensibilización de la inscripción de la cual parte, se podría decir, es poco facundiae minime capax.