miércoles, 12 de agosto de 2009

Parábasis de la alegoría en el pasillo de la FFyL


Se prohíbe vender libros.



Esto no es una ironía. Se trata de algo serio. Aquí no figura la interrupción ad infinitum de ilusión narrativa alguna. No hay tal como la alegoría de suerte alguna de tropo, no hay un sentido figurado y uno propio que se comprometan el uno al otro a través de una circulación de propiedades; no hay una bufonería trascendental. Hay una oración que inhibe a la vista, públicamente, el intercambio entre dos sistemas simbólicos: las letras como literatura y el dinero como valor. Y es por ello que este ejemplo no puede servirnos para realizar una conceptualización, al menos no en términos trascendentales. Y esto no es una imitación de Magritte: es un silogismo truncado, algo ‘puesto-en-la-mente’, como lo nominó el estagirita.

Decir que se trata de un entimema es, por una parte, “estabilizar” la frase, el deseo de entender su campo semántico de acción; por la otra, es abrir camino a una voz, una voz que puede o no identificarse con dichas palabras, y puede o bien considerarlas una orden o bien una afrenta. Puede ser la voz de una alazôn o un eirôn, un desdoblamiento del antagonista o del protagonista, del malo o el bueno, de un intruso o un invitado; y quizá, nunca ambos a la vez. Sigilosa, hilarante, soberbia, dominante y dominada: hay una voz que habla desde su territorio y se difiere de la alteridad en la institución de una narrativa común.

Estamos en el terreno donde es posible una ironía: un terreno temporal, histórico, cuya narratividad se sostiene, retiene y despliega como una atarraya que al ser arrojada muestra su totalidad, antes plisada. Un tejido, un constructo histórico, cuyas estructuras se develan y transforman una vez que una nueva materialidad, el objeto de una atribución semántica —hecho, relación, cosa, persona, idea, recuerdo, caetera—, toma su espacio, esperado o no por la estructura misma, y deja una huella en ella, como una suerte de metafísica de la presencia pero histórica y lingüística. Esta huella cobra, sea por apropiación, exclusión —sea que un pez gordo haya resultado incómodo, sea que un pez pequeño no haya encontrado asilo a través de la tosquedad del entramado—, se trate de un sistema lingüístico como el español o el inglés, una suerte de ontología topológica que puede resultar una metáfora, en tanto que sustitución o metonimia en tanto que contigüidad. Digamos que una trucha ocupa ahora el lugar de un bacalao, suponiendo que su dimensión es semejante, o que cobra cierta localización referencial en la red dependiendo si está entre otras diez truchas o veinte bacalaos.

Ahora, pensemos también que el terreno de la narratividad no es idéntico a sí mismo, y se sostiene, retiene y despliega dependiendo también de sus propias condiciones. Esta misma atarraya se va moldeando según el uso, su función: una atarraya que se va a usar por primera vez, que está seca o mojada, que fue fabricada para truchas y se va a usar para obtener camarones, o viceversa, que lanza un niño o un adulto, resultará ella misma y a la vez otra. La alteridad le es propia en su estructura: de ese modo puede también albergar lo mismo y lo otro. Este es el terreno de la ironía, su enunciación como un conjunto de condiciones de producción de un mensaje.

Ahora, supongamos que justo después de inaugurar dicha operación sintagmática hubiera “interrumpido” con una incidental como la siguiente: —narrativa de la interacción de los tropos de la n.d.l.i.d.tropos, alegoría de la alegoría, myse en abime del tropo, por tanto irónico, —lo cual a su vez es metafórico, y esto a su vez una interrupción de la narrativa de la interacción de los tropos y la acción, por tanto irónico—, y así ad infinitum, como una matrioska —ilusión tropológica— como pretendió el romanticismo. Es decir, la narración entendida como atarraya vendría a ser una alegoría: deslizamiento de la referencia. Interrumpir la ilusión de este deslizamiento con “alegoría de la alegoría”, vendría a ser una parábasis de la alegoría de los tropos. A esta interrupción, Paul de Man le adjudica permanencia.

Esta permanencia habrá de tener su razón y consistencia. Algo en tal narrativa, en tal alegoría de la interacción de los tropos, permite esta parábasis, bastante orgánica por lo demás —esta narrativa de la interacción de los tropos y la acción la interpreto no como el contar de la interacción sino como la interacción misma de propiedades: juicios analíticos, sintéticos y téticos al respecto de ese yo que postulándose propone a su no-yo, posibilidad dialéctica del juicio—. Ahora, al respecto de esta interrupción permanente hay un cinismo lingüístico, un advertir mediante la palabra misma que el lenguaje hace tal o cual cosa. Es una suerte de metalenguaje tropológico y formal que podría relacionarse con aquello que cita de Benjamín de que “la ironización de la forma consiste en una destrucción deliberada de la forma”.

No obstante, sería anti-irónico olvidar —no realizar esta interrupción de su narrativa, una ironización de su forma—, que Fitche, Shlegel y compañía creían en dios: metonimia causal por lo demás permanente y atractiva. En este sentido sus consideraciones: el yo como existencia previa, la bufonería trascendental, el acto (yo) postulador, el no-yo, y el juicio como posterior, son a su vez una alegoría. Es decir, un fundamento previo, originario, trascendente, una metafísica de la presencia, permite deducir sus consideraciones como alegóricas y la dialéctica de Fitche como tal. Me parece que es por ello que Paul de Man habla de alegoría y no de otra cosa. En tanto que un fundamento permita sostener lo propio —al menos como origen de una sucesión interminable de metáforas— la alegoría permanece como posibilidad, ad infinitum, el otro terreno de la ironía es esta posibilidad, alazonería en este ensayo por cierto.

Al hablar de la narrativa instituida como una atarraya, de condiciones discursivas, y de estas como el terreno de la ironía ciertamente me confieso a favor de la estabilidad de la ironía y no de la ironía romántica como negatividad absoluta e infinita, tendiente a dislocar el sentido de lo real. La ubicación de esta como simulatio o dissimulatio al respecto de un sistema lingüístico social e histórico y no trascendental, nos permite, por una parte, actualizar las figuras del alazôn o del eirôn en “el orden del discurso” y por la otra, reconocer los procesos de identificación (positiva o negativa) mediante los cuales se organiza la narrativa instituida. Por ejemplo, el no-yo, en este sentido, puede entenderse como un tú enunciatario o un coenunciador cuya alteridad no es su fundamento ontológico, sino una performatividad cuyo carácter reposa en los modos históricos de la comunicación entre las personas. En este sentido cabe recordar que en términos “morales” “sociales” ya Teofrasto en su Caracteres daba una definición escueta, casi imposible —al respecto de la ironía lo recata una incidental: por tomar algún tipo, definición sinecdóquica—, y caracterizaba entonces al hablante eirôn o alazôn mediante la reproducción de frases que diría cada uno.

Como ya me mencionaba unas líneas atrás, al tratar el epígrafe de este texto como un entimema, se abría camino a una voz. Esta voz histórica, temporal, literaria o no, sujeto de la enunciación o del enunciado, se reconoce —se identifica con algo más, ella misma y el otro—, en una condición de enunciación específica. Una frase puede o no considerarse una ironía. Lo cual no implica necesariamente estabilizar o desestabilizar el sentido: como ironía o no el sentido siempre es estable si se le aprecia contextualmente. En el caso del epígrafe, según como se “complete” el silogismo, según el carácter de la premisa oculta, sabremos quien habla ahí. ‘Está prohibido que se venda sin pagar impuestos en el pasillo de la facultad’ y ‘los que venden en el pasillo no pagan impuestos’ por lo tanto: se prohíbe vender libros. Silogismo políticamente correcto o incorrecto dependiendo de la voz que lo enuncia. En este sentido, como figura de un retórica oral, la ironía radica en el sujeto y el público. El vendedor puede hacer uso de este entimema puesto que hay una comunidad que lo leerá como ironía y no como mandato, a la vez que habrá quien piense que los es. No obstante es de imaginar que si la autoridad hubiese pronunciado tales palabras, hubiera expuesto, o se le hubiera exigido, el silogismos completo.

Es en este sentido que la ironía se inscribe en el terreno de la narratividad instituida y sucede, para emplear las palabras de De Man como una suerte de anamórfosis que no sólo depende del sitio, del topos, sino del sistema de relaciones que constituyen ese orden del discurso. Esta ironía trazada en el pasillo de la facultad de filosofía es en efecto una parábasis de un procedimiento lógico, del silogismo completo, pero es así mismo el discurso de una contigüidad estructural del lenguaje asociativo. La ironía integra, excluye, identifica, logra la diferencia; la ironía es (juicio tético) —no-es un concepto en términos trascendentales—, tanto en que la descifra como en el que la hace.

Mi lenguaje no es trascendental.